Muchas veces se vuelve al pasado por sacar tajada para el futuro. Este es el motivo por el que he decidido rescatarlo y hacer una trilogía sobre el tema, “Mujer-medios, cómo nos (mal)tratan”, que terminará la próxima semana con: “La presentadora de TV que no quiso ser un puto florero”. Una vez abierto el melonazo del sexismo informativo en #Rio2016, lo mejor es seguir repartiendo cortadas que van a parar al mismo sitio: cómo tratan los medios a las mujeres. El sexismo mediático no es una seta aparecida este verano de repente, tiene un larguísimo caldo de cultivo y su chup-chup lento en el tiempo colabora de manera muy eficaz en la cosificación de la mujer. Y de la cosificación a la falta de respeto hay un camino muy corto. Todos los días, en todas las televisiones, se pone a hervir en algún momento la ‘olla’ dónde se ‘cocina’ la imagen de una mujer que poco o nada tiene que ver con la mujer. En El Puto Príncipe Azul hablé de cómo afecta a nuestras adolescentes no encontrar referentes femeninos en los medios de los que poder copiar valores, principios, profesiones... Bueno, hasta que haya título universitario de ‘Tronista’, o de ‘Mujer de futbolista’, o de ‘Churri de mascachapas”, que todo puede llegar.
La anécdota que recupero tiene que ver con las mujeres que se ponen al servicio de los calderos mediáticos sin pensar en cómo pueden salir de escaldadas. Desde que la televisión entro en barrena hace algunos años, ¿cuántos juguetes rotos han quedado por el camino?... ¿Cuántas mujeres se han desdibujado para ajustarse, adaptarse y cumplir las exigencias y expectativas de los directivos de televisión?... El fragmento que rescato es absolutamente naif, pero a mí me sirvió para alertarme pronto sobre el peligro de formar parte de esa triste colección de juguetes rotos/dañados que van creando las diferentes programaciones a lo largo de los años. Mujeres puestas al servicio de no sé qué intereses que poco tienen que ver con los intereses de la mujer. Sucedió durante época en la que presentaba el programa infantil A la Babalà, mi ‘primera vez’ de todo en televisión, cuando hice un carpado hacia delante de: ‘chica de pueblo’ a ‘chica de la tele’, sin buscarlo, ni pensarlo, ni planearlo. Me dijeron que iban a depilarme la frente a la altura de las sienes porque, al ser yo tan morena y tener tanto pelazo, casi se me juntaban las cejas con la cabellera y no quedaba bien en cámara porque me quitaba luz a la mirada.
No me pidas detalles, sólo recuerdo que tardé en reaccionar porque me costaba asimilar lo escuchado. Jamás se me hubiese pasado por la cabeza tal idea. La siguiente imagen es la de estar tumbada en el sillón de la sala de maquillaje y escuchar: “Y vas a quedar estupenda, que esto ya se lo hicieron a Rita Hayworth que también tenía la frente estrecha, como tú”. De repente, el rassss-rassss del arrancón de los trozo de cera con los pelos de mis sienes sonó como si me despegasen dos trozos de odgullo (ver Mafalda y Guille). Al incorporarme y mirarme al espejo casi me da un jamacuco: ‘Aquello’ no era yo. Esa frente despejada no era la frente andaluza de la madre que me parió. “Luego, con el maquillaje se quedará mejor, ya verás qué guapa”, me insistieron. Pero no me advirtieron de lo que se me venía encima con las diferentes fases del crecimiento de la zona depilada que iba de pelusa incipiente, a césped recién cortado, pasando por ‘pa’donde van estas greñas’, hasta que se igualaron con el resto de la melena.
Mira, yo tenía admiración por Rita Hayworth, pero a raíz del Frentegate me puse a leerlo todo sobre su vida para tranquilizarme. Si ella lo había consentido, no sería tan malo, pensé. Lo que encontré fue una tristísima realidad como en tantas otras ocasiones con mujeres que permiten que la vida les arrebate el control sobre sus vidas. Conocí entonces a Margarita Carmen Cansino (la foto de arriba) antes de convertirse en ‘la diosa del amor” de Hollywood’, una mujer que terminó siendo profundamente infeliz, y a la deriva. “Judson transformó a la hispana Margarita Cansino en la anglosajona Rita Hayworth. La hizo adelgazar, tiñó su melena castaña de pelirrojo e hizo retroceder, con electrólisis, el nacimiento de su pelo, próximo a las cejas, para despejarle la frente y resaltar sus ojos. Cambió su apellido por el de su madre, Haworth, añadiendo una "y" para distinguirla de su tío, también actor. Elegía su ropa, hablaba por ella, iban a los locales de moda y siempre estaban disponibles para un reportaje de prensa.” Una mujer que redibujó su frente y desdibujó su esencia... Y me dije: una eme pinchada en un palito, eso no me va a pasar a mí. Y ya no volvieron a depilarme; aunque tendría que sufrir algún tiempo después el incidente de ‘las tetas caídas’ que te conté la pasada semana, pero ya sabes, a veces hace falta tropezar más de una vez con la misma piedra.
Mi madre ya me había ‘amenazado’ con que no olvidase de dónde venía ‘por muy alto que subiese’, señalando al suelo cuando lo dijo. Cómo no me convertí en un juguete roto está en ese recuerdo permanente de mi origen cada día al entrar en el plató, de quién era hija, hermana y amiga. Eso me salvo, también cuando 'prescindieron' de mí. Y también la memoria del olor que hace la huerta en verano cuando paseas a última hora de la tarde, sabiendo que formas parte de ella. Gracias a Rita Hayworth aprendí que esa imagen distorsionada de las mujeres que cocinan los hombres en las televisiones, no es casual. Y que ese querer meternos en los moldes que fabrican con tanto ‘esmero’, tampoco. Existe una necesidad histórica de que de las mujeres que salen por TV sean de una determinada manera: guapas, atractivas, sin arrugas, asequibles, amables, cariñosas, cercanas, familiares, conciliadoras, suaves en sus gestos, complacientes, ceñidos sus vestidos a sus pieles y heterosexuales, claro. Me pregunto cuántas Margaritas Carmen Cansino permiten a diario que les desdibujen la expresión y cuántas terminan el día no reconociendo su reflejo en el espejo. Falta por escribir el libro sobre la vida secreta de las presentadoras de TV, si supiéramos de sus miedos, inseguridades y angustias por no ‘ceñirse’ al molde propuesto, y sus esfuerzos por caber en él, lo íbamos a flipar en colores.