Una empieza a escribir columnas de opinión a los veinticinco años con la esperanza de cumplir cincuenta y no tener que escribir sobre algunos temas. Una escribe columnas de opinión sobre el maltrato a las mujeres con la mirada puesta en un futuro libre de ese maltrato. Una escribe sobre mujeres asesinadas aún con lenguajes obsoletos que hablan de crímenes pasionales y de violencias domésticas, hasta nombrar esa violencia por lo que es. Una escribe sobre violencia de género con veinticinco años, sin saber que está escribiendo sobre un tema al que tendrá que volver una y otra vez, de manera sistemática, con la misma insistencia con la que esa violencia se manifiesta día sí y día también contra las mujeres. Una, después de tantos años observando la realidad, abre hoy el ordenador y ve que los dedos aprietan las teclas conocidas y que van aparenciendo en la pantalla todas estas palabras que lees y que, una vez más, irán a ningún lugar porque si tantos textos escritos hubiesen ido a algún lugar, hoy escribiría en pasado. Una fantasea con escribir en pasado sobre cómo, en una época, a las mujeres se las asesinaba por decidir qué hacían con sus vida y cómo querían vivirlas. Una espera escribir en pasado de la violencia de género como se escribe en pasado sobre el apartheid o la esclavitud, sin comparar los temas, sino la atrocidad que significan. Porque es una atrocidad que un hombre asesine a una mujer porque la mujer no quiera plegarse a sus deseos.
Una vuelve a escribir con el regusto amargo de la relectura de sus columnas de opinión de los noventa, cuando recién llegada a casi todo, escribía con la ilusion puesta en que esa violencia acabaría, que desaparecería con la generación de sus abuelas, de sus madres, que la sufrieron en silencio, en negación, en soledad y en la más desamparada culpabilidad. Una pensaba que esa atrocidad era algo incompatible con el progreso y, sobre todo, con la igualdad luchada que el feminismo venía defendiendo tantos años, una igualdad que estaría ya consolidada en su futuro de entonces. Y una aprieta las teclas con rabia ante el presente que le muestra como, lejos de desaparecer, la atrocidad persiste. Y que las hijas de las mujeres de la guerra y de la postguerra la sufrieron, que sus hijas la han sufrido, y las hijas de sus hijas la sufren también. Y una se pregunta porqué esta atrocidad no está erradicada hoy. Y recuerda la frase de Martin Luther King, “Debemos aceptar la decepción finita, pero nunca debemos perder la esperanza infinita”, y elige las últimas tres palabras de la cita para acabar el texto que nunca debió escribir a los cicuenta y cuatro porque incumplía lo prometido a los veinticinco. Y una termina esta columna de opinión tecleando decepción, pero con la esperanza infinita puesta en escribir un día el final de la violencia de género.
Algunos textos más que no tendría que haber escrito:
"Todos los alfabetos del mundo"
"Nadie hablará de nosotras porque estamos muertas"
"Arráncame la vida, por favor"
"Lo que no ayuda a combatir la violencia de género"
Cada vez que me meto en tu blog no puedo parar de leer y releer tus entradas, son muy buenas
Muchísimas gracias, he puesto lo mejor de mí en cada entrada para dar voz a otras personas y realidades. Un abrazo.
Escribes palabras que te llegan al alma, muchas gracias por compartirlo con nosotros, todas y cada una de tus entradas son preciosas
Muchísimas gracias por darle sentido a lo escrito. ❤️