La buena fama

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  • Solía ir a esa pizzería. Cuando había mesa cenábamos enseguida. Si había que esperar, cerveceábamos en la barra. El tiempo que hiciese falta. Un día, sin embargo, al verme entrar con otras personas, me colaron directamente a una mesa. Quienes esperaban me miraron con la cara que miras a quien se salta la cola. Esa mirada. No recuerdo haber sentido nunca más vergüenza ni incomodidad. Ni más penica y ternura por mí misma ahora, al recordar la anécdota, después de tantos años. Entre la primera línea y la colada había sucedido algo inesperado en mi vida: era famosa. Famosa de las que salían por la tele cada día. No había hecho nada especial. Ni tenía una trayectoria marcada, relevante, importante... Nada. Nothing. Era una chica de 25 años de l’Horta Nord valenciana, anónima. Desconocida. Muy confiada. Que, por azar, y tras muchas casualidades, había llegado a la pantalla de Canal 9, la televisión autonómica que empezó a emitir en octubre de 1989. Eso era. Del anonimato de una trabajadora rasa, que había aprobado unas oposiciones como recepcionista de RTVV, a la pantalla... Fiuuuuu!!!! Y de la pantalla, a los salones de las casas, y a la cercanía, y a la sensación generalizada de que formas parte de las vidas de los demás porque, efectivamente, tú entras en sus casas cada día. Eso fue para mí la fama cuando entró de repente en mi vida: una incómoda sorpresa.

    No la supe gestionar bien entonces, lo saben quienes me conocen en el espacio íntimo. La fama es altamente invasiva y altera por completo el ecosistema emocional. Puede que tú no cambies, o puede que sí, lo que sí que cambia, de todas todas, es la mirada exterior hacia ti. Ya no te ven por primera vez, ya no te ‘conocen’, ya no te miran desde la inocencia de la primera impresión. Ya no. A las personas famosas se las aborda desde una idea preconcebida, y con unas expectativas determinadas que, si no cumplen, provocan reacciones de todo tipo, no siempre agradables. El caso es que, poquito a poco, me fui alejando de ella como mejor supe, con esfuerzo y pasos torpes a ratos. Y me metí en la batcueva a escribir. Ayuda mucho tener una familia enraizada en la realidad de manera tan contumaz, que no se ha acostado ni un solo día de su vida sin doblar el lomo ni estar preocupada por el futuro. “No te olvides nunca de dónde eres”, me dijo mi madre señalando el suelo que pisábamos ambas el día que salí en pantalla. Y no lo olvidé. Jamás.

    A veces, cuando no sabes qué quieres, ayuda infinito saber qué es lo que NO quieres. Y yo no quería convertirme en una muñeca rota y desnortada. Tampoco quería salir dañada de una experiencia profesional tan bonita; porque ser presentadora de televisión, comunicar en directo, era algo que me apasionaba y que disfrutaba. Lo que no llevaba bien, o no supe vivir mejor en aquel momento, era lo que sucedía una vez se apagaba el piloto rojo de las cámaras, me desmaquillaba y terminaba de trabajar. Ese estar expuesta a todas horas, ese ser ‘abordable’ por cualquiera que me reconociese por la calle, en el bus, en el médico, en el mercado. Ese no poder tomar café a solas, en silencio, leyendo, pensando en... Sin que se acercara alguien a comentarme esto o aquello sobre mí, sobre mi trabajo, o sobre la televisión, en general. Soy una persona muy privada, mucho, vivo mi espacio íntimo  como un patrimonio valiosísimo y, si me permites la expresión, como reducto de libertad. Y la fama puso en peligro ese lugar tan precioso para mí. Tan necesario. Insisto en que no supe gestionarla bien en aquel momento, por los motivos que fuesen. E insisto en que esta fue mi experiencia con la fama. Insisto en ello porque, este Fémur, no es para establecer una ‘norma’, ni una verdad general, ni una moraleja, ni nada por el estilo. Es únicamente para compartir(te) una reflexión basada en mi experiencia y sobre mi experiencia con un fenómeno que puede resultar arrollador.

    Lo primero que te puedo decir es que la fama no sirve absolutamente para nada. Es lo más inútil que te puede pasar. La cosa más estéril, anodina, vacía y superflua que existe, eso es. Cuando estás regumal, la fama no te saca del regumalismo,  y cuando estás feliz, sueles estarlo por alguna cosa que queda alejadísima de ella. Con todo, mi mala relación/gestión con/de la fama me sirvió para aprender cosas importantísimas como, por ejemplo, que mirarme en el espejo cada noche sin avergonzarme de mí misma me hace inmensamente feliz... ¿Y, entonces, este estriptis emocional, a qué viene ahora?... Dirás... Bueno, ya sabes que hay días que recorto retales del pasado y te los muestro, como cuando aquello de la presentadora de televisión que tenía las tetas caídas, o a la que afeitaron la frente como a Rita Hayworth que te conté cuando repartíamos #CollejasOlímpicas y hablábamos de sexismo mediático y de cómo nos trata la tele a las mujeres. Lo de la fama te lo cuento ahora porque hoy empiezan las emisiones de À Punt (Sort!). Justo hoy. Y mañana, a estas horas, personas anónimas habrán entrado en el mundo de la fama. Y en los próximos días lo harán más personas. Y en unos meses, habrá de nuevo otra generación de famosos televisivos. Y yo, que ahora lo vivo como observadora, llevo días dándole vueltas a todo ese hecho y tengo la cabeza llena de... Y he pensado que, quizás, guste leer algo de quien estuvo ahí, a punto de perecer emocionalmente por esa fama repentina, inesperada y, créeme, en mi caso, no buscada.

    Con el tiempo, y voy al título del post, he redescubierto el concepto y le he dado otra oportunidad. Y le he encontrado aspectos positivos. Creo que la buena fama existe cuando puedes convertirte en un referente positivo para otras personas. Eso que llaman: ‘ser inspiración’. En este momento, con la cantidad de ojos que habrá mirando a la nueva televisión, me gustaría invitar a lxs futurxs famosxs a que sean referentes positivos, éticos y comprometidos, cada cual en su ámbito y con su marca personal. Les animo a que conviertan su fama en algo útil, en algo que sume, que tengan en cuenta lo colectivo. Que sean espejos en los que se miren, por ejemplo, las alumnas y los alumnos de los colegios, de los institutos, de las universidades... Que los van a admirar, e idolatrar, en algunos casos, y van a querer ser como ellxs. Me gustaría que pensasen qué tipo de famoso o famosa quieren ser... Y con qué valores quieren vestir su imagen, con qué intención positiva quieren ‘ejercerla’. Que piensen que la fama contiene en su seno la excelencia, también, y ahora tienen una maravillosa oportunidad de impactar en positivo en miles de personas que están construyendo su futuro. Quienes vamos por los centros educativos hablando de igualdad, diversidad, respeto y empatía, necesitamos referentes mediáticos solventes de los que echar mano. La televisión tiene un poder enorme, un potencial extraordinario y (esto lo creo de verdad) puede ser un agente de cambio social. Nos vendría genial una generación de televisivos que aporten y que importen. No necesitamos más celebrities, de verdad que no.  

     

     

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