Bajó por la chimenea a trompicones llevando un abultado saco que le entorpecía el descenso, pero contento porque había conseguido llegar sin rastro de hollín. Fue directamente a la habitación, al pie de la cama se inclinó y acarició despacio cada uno de los dedos de ambas extremidades, sin olvidar los meñiques. Luego levantó con cuidado el burka que cubría a la mujer. Le emocionó verla desnuda, pero evitó el llanto porque la hubiese visto borrosa a través de las lágrimas y quería dejar los regalos en el lugar adecuado. Sin hacer ruido abrió el saco y sacó un millón de besos. Dejó cien mil besos en las zancadillas puestas a la mujer, cien mil besos más en los impactos de las piedras lapidarias, otros cien mil en los desprecios acumulados y en los insultos recibidos dejó cien mil también. Para las humillaciones sufridas necesitó poner doscientos mil besos, pues eran bastantes y habían dejado marcas... Para borrar las huellas del dolor necesitó ciento cincuenta mil. Cien mil besos fueron a parar a los ultrajes padecidos y a la maltrecha autoestima cien mil más. Cincuenta mil que quedaban los puso en los labios, por tantos silencios forzados. Volvió al saco y sacó mil millones de disculpas. Los puso todos en el sexo de la mujer que, aún dormida, abrió suavemente las piernas para aceptarlas.
Cogió el burka, lo arrastró hasta la chimenea y le prendió fuego. Vigiló hasta que ardió el último hilo. Aprovechó el fuego y quemó su absurdo disfraz rojo y blanco. Estaba harto de aquel cinturón de hebilla, del gorrito con borla y de la barba y la barriga postizas. Todo lo quemó. Volvió a la habitación y sacó del saco un jardín sembrado de lenguas placenteras que, con paciencia, harían aflorar las sonrisas más felices a la mujer. También sacó un árbol de caricias y un montón de mariposas, brotes de ilusión, proyectos con savia y un plantel de oportunidades. Sacó aire nuevo, sueños para cumplir y deseos en blanco por satisfacer. Sacó recuerdos de canela en rama, y unos pocos terrones de ternura. Y una Esperanza Muy Grande de Futuro. Y sesenta y nueve paquetes de lealtad. Entonces se quedó contemplándola, embobado. Percibió cómo se le tensaba el algodón de los calzoncillos, le tiraba la pernera y se sobresaltó de la intensidad de su deseo. Se acercó a la mujer temblando, notó su respiración caliente y sintió unas enormes ganas de besarle la boca, pero sólo le rozó la frente. Y le dejó en la mano el último regalo, la Flor de su Respeto. La mujer abrió los ojos y dijo: “Gracias. Me has hecho muy feliz con tus regalos, llevaba tanto tiempo esperándolos. Ahora ven, túmbate aquí conmigo, tenemos mucho que celebrar”. Y celebraron la Navidad unas cuantas veces. Afuera, los renos, bailaban en hilera Moliendo Café de Fanfare Ciocarlia.
Si es que… tú ya sabes #miamol
Cien mil besos son pocos, cien mil letras son pocas, pero cien mil lágrimas que provoca leerte, son un mar infinito de caricias, de reconocimiento visible para tantas mujeres invisibles.
Gracias, maestra.
A ver… siempre me emocionas. Gracias.