✍🏽 Firma invitada
Socióloga, politóloga y profesora de Ciencia Política en la Universitat de València
En los años 70, el politólogo Ronald Inglehart acuñó la teoría sobre los valores materialistas y posmaterialistas de las sociedades occidentales. Lo que nos viene a decir es que en aquellas sociedades en las que, como consecuencia de la modernización económica, están garantizadas las necesidades básicas de alimentación, hogar, seguridad y empleo, las generaciones sucesivas “superarán” estos valores materialistas para inclinarse hacia valores políticos relacionados con la imaginación, la creatividad, la autoexpresión o realización personal, la libertad de expresión, los estilos de vida alternativos, la sensibilidad hacia el medio ambiente. Es decir, la preeminencia de la calidad de vida como intangible y no como acumulación de bienes.
Así, en una suerte de tablero de juego, los valores materialistas y los posmaterialistas conviven en nosotros y, en función de nuestras socializaciones, la generación a la que pertenecemos y posición social que tenemos, damos más importancia a unos o a otros. De ahí que digamos que en las sociedades occidentales, siendo los valores materialistas los más extendidos, los posmaterialistas explican –en parte– los comportamientos y actitudes. Entre otras, explican el porqué a algunos les está costando cumplir con el confinamiento o el porqué no nos podemos comparar con China (¡ni ganas!). Bueno, aunque la desconfianza histórica de la ciudadanía española hacia sus autoridades (cinismo democrático de Maravall) también tiene algo que ver.
Para quien trabaja la sociopolítica, como es mi caso, observar las reacciones que estamos teniendo estos días es tan complicado y estimulante como profundamente confuso y esperanzador. Aunque probablemente no a partes iguales.
En términos generales, estamos siendo más conscientes que nunca de la radicalidad de la realidad. Radicalidad en sentido etimológico, el volver a la raíz, esto es, al ser –vivo– social que habitualmente está desdibujado en nuestros frenéticos días –¡Qué lejos quedan ya!–. Me da la sensación de que la hiperconexión de la que hacemos gala era, en cierto modo, un significante vacío hasta hace poco más de un par de semanas. Me refiero a que el confinamiento nos ha hecho tomar conciencia de esa condición de animal social (como las hormigas o los elefantes) que habíamos olvidado o, incluso, que no habíamos aprendido. De repente hemos (re)descubierto que nuestra sociedad, o mejor dicho las personas que formamos nuestra sociedad, palpitamos al unísono, con tiempos, miedos, emociones e inseguridades compartidas.
Nos estamos reencontrando. Baste mirar por la ventana –real o simbólicamente– para comprender esa idea de comunidad, de pertenencia al grupo. Y, aunque a muchos le pese, sin necesidad de un trapo con colores ni cualquier otro símbolo patrio. Tan sólo necesitamos unos aplausos durante dos o tres minutos.
Para mí, esta toma de conciencia de grupo es parte del aprendizaje no sólo individual, sino colectivo, político (de polis) y democrático. Es posible que este sea una de las enseñanzas de las que nos hablaban Susana Gisbert o Fani Grande estos días. Estamos aprendiendo a reconocer y disfrutar de ese palpitar compartido que deseo sea el empaste de la sociedad que ha de salir de esta situación. No creo que sea muy diferente en sus estructuras, pero es muy probable que cambie en sus niveles superficiales e intermedios.
En esta sociedad resultante, espero que la ola económica no se nos lleve por delante como ocurrió en 2008. Digo yo que algo habremos aprendido de aquello. Sí, pero en esta ocasión el escenario es diferente. El debate político sobre dónde poner el acento de la recuperación y qué costes asumir –eufemismo de qué sectores sociales dejar caer–, estará muy tensionado por la extrema derecha, que “sumará” a este ya de por sí difícil debate, la deslegitimación del sistema. Porque quienes quieren socavar la democracia, que los hay, ya han comenzado. El ensordecedor ruido que inunda las redes, los whatsapp y algunos medios tiene un único objetivo: desarmar la sociedad respetuosa, inclusiva y tolerante que tenemos. Porque la tenemos. Muy mejorable, seguro, pero nuestros niveles de libertades individuales y colectivas y de garantías sociales ya las quisiera yo para muchos países. En estos términos, el relativismo cultural lo regalo a quien lo quiera.
Y ante esto debemos estar muy alerta. Especialmente cuando nuestras vidas vuelvan a coger ritmo y el sentir de la crisis económica inunde nuestra realidad. En ese momento será cuando debamos hacer el esfuerzo de recordar este palpitar colectivo, este sentir de una sociedad que se encuentra y se reconoce en la convivencia social, la diversidad y la igualdad. En la democracia y en su elevada presencia de valores posmaterialistas.
Hoy, como cada día desde hace 28 días, saldré a aplaudir al personal sanitario –mi madre entre ellas, enfermera de las de antes–, a mirar a mis vecinos y vecinas a la cara, a pensar en quienes no pueden aplaudir, pero lo harán, y a registrar todas las extraordinarias emociones que estamos viviendo y que, de extraordinarias, serán fundamentales para nuestro futuro.
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