Los balcones mutantes

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  • Paz 

    ✍🏽 Firma invitada 

    Paz Lloria 

    Profesora Titular de Derecho Penal de la Universidad de Valencia

     

     

     

    Los balcones de nuestras casas de ciudad son esos lugares, normalmente pequeños, que el día a día nos hace olvidar. A veces, les damos tan poca importancia que los incorporamos a la casa cerrada, a las paredes, los encristalamos para ganar espacio donde estar encerrados. Sin embargo, si los conservamos, cuando llegan momentos de reposo nos ofrecen un respiro. Normalmente nos acercan a la naturaleza, al espacio abierto: los hay con muchas macetas; otros con pocas; otros con plantas de “mentira”; incluso con huertos urbanos o con un pequeño árbol (mi olivera esta ahí, mirándome de cuando en cuando, recordándome ese secano que invita a correr o caminar y echo tanto de menos). En ocasiones hasta tenemos una pequeña mesa, que nos permite tomar un café leyendo la prensa, o una cerveza hablando por teléfono. Pero, en general, no son un lugar relevante de nuestras paredes, no les prestamos atención, no atendemos a su invitación a respirar y tomar un rayo de sol.

    Tampoco solemos usarlos para atender a nuestros vecinos, ni para preguntarnos qué está pasando tras las cortinas del de enfrente. Entenderme, no “en plan”-como diría mi hija- la vieja del visillo; pero nuestra acelerada vida no nos deja reflexionar sobre si esas risas son de felicidad o de nervios; o si esa música es la que le gusta al padre o al hijo; ni siquiera si esos gritos pueden ser una llamada de angustia. Pero en este momento extraño, como de película de zombis, todo cambia. Y nuestros balcones, como en todas las películas de muertos vivientes, también han mutado. Aquellos que los incorporaron a las paredes los echan de menos. Los que no los tienen suspiran por uno. Los que los hemos mantenido, de repente los cuidamos. Les hemos dado una importancia vital: los hemos vaciados de cachivaches, los hemos limpiado, adornado de pancartas y globos, les hemos incorporado gimnasios improvisados con escaleritas y taburetes, hasta hemos lijado y barnizado sus mesas y sillas. 

    A diferencia de las pelis de miedo los balcones han cambiado para ser nuestra luz. Les damos un nuevo valor, porque son nuestro puente con el exterior, con la vida, con esa naturaleza que nos recuerdan las plantas (hasta las de “mentira”). Se han convertido en nuestra comunicación con esos vecinos de detrás de las cortinas (ahora abiertas) y de los que no sabíamos nada. Ahora salimos más a tomar café, y le preguntamos a nuestra vecina cómo va todo y si necesita algo. Reflexionamos sobre esas risas y esos gritos, y esa música, y ese murmullo de amor. Y estamos alerta por si tenemos que ayudar ante una llamada de auxilio. Los balcones mutantes se han convertido en un lugar de cuidado y cariño, donde nos juntamos para saber que ha pasado un día más y no desorientarnos. Y nos permiten aplaudir todos juntos para no sabernos solos. Porque, se nos había olvidado, que uno solo va más rápido, pero no llega más lejos. 

    Y ese cambio es maravilloso. Si algo bueno tiene este encierro es darnos tiempo para pensar, para sacar lo mejor y para cuidar. Pero hay algunos balcones que mutan doblemente: como si un Barón Ashler se apoderara de ellos y, de repente, ante la mínima sospecha de infracción, hace que saquemos una espada justiciera que reclama el cumplimiento del mandato de encierro. Y se pide con una rabia y una ira desconocida en aquella vecina que ayer se ofreció, amablemente, a subirte el paracetamol de la farmacia. Y de lugar de refugio de los superhéroes, los balcones mutantes se convierten en cuevas de mal rollo y rencor. Como en las pelis malas de miedo.

    El miedo puede llevarnos a situaciones que en condiciones normales serían impensables; el miedo explica, pero no justifica. Este encierro es temporal, y es temporal porque somos, con carácter general, solidarios y responsables. ¿Por qué no mirar con calma? Quizá ese padre que pasea con su hijo ha de hacerlo necesariamente, pues nunca nos paramos a pensar si ese niño que gritaba algunas veces, y era calmado con ternura, tenia alguna patología que no le permite mantener el encierro; quizá esa anciana que camina con su hijo necesita diez minutos de sol para entender cuando es de día y cuando de noche, y para que no se le olvide que quien le acompaña es su hijo y ese, su barrio; quizá no conocemos tan bien a nuestros vecinos como para comprender todas sus necesidades.

    Ser un buen ciudadano no es ser un súbdito (gracias, Javier de Lucas). Nuestro balcón mutante ha de mantener ese espíritu de libertad que la alarma solo nos ha limitado, no robado. Nuestro balcón mutante ha de perder su cara hostil. Nuestro balcón mutante ha de quedarse para que podamos hacer todo eso que mayoritariamente hacemos: cuidarnos, comunicarnos, pensarnos y descubrir nuestras virtudes y nuestras debilidades. No, esto no es una guerra. Es una pandemia. Y no hay enemigos. Hay personas que hemos de cumplir con nuestros deberes de seres pensantes: ser responsables, solidarios, empáticos y libres. Y cuando todo esto pase, que pasará, debemos seguir mimando nuestros balcones, y saludando a los vecinos, y preguntando por cómo va, y tomando cafés, y adivinando las risas y los juegos, y las lágrimas de pena, y la música que nos acompaña.

    No, esto no es una guerra. Es una parada, un paréntesis, un futuro que está aquí, y como dicen los Niños Mutantes: Todo va a cambiar (para mejor). Escuchad, escuchad…

     

     

     Enlace al webinario "Crimen y confinamiento", clica aquí

    3 responses to “Los balcones mutantes

    1. Querida amiga Paz.
      Has conseguido emocionarme con tu escrito. Detrás de él , se encierran palabras de aliento. Sigamos así, saliendo y cuidando de nuestros balcones que hoy por hoy, son fundamentales.
      Gracias guapa. Me has llegado al corazón

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