Stanb by
Susana Gisbert
Si tuviera que poner un título a este otoño que nos ha caído encima dudaría mucho entre llamarlo La vida sigue igual o Cómo hemos cambiado. Y no se trata de elegir entre el Julio Iglesias de los primeros tiempos o Presuntos Implicados, sino de mucho más. Depende de donde venga nuestra referencia. Hemos cambiado, sin duda alguna. Si alguien nos hubiera dicho el otoño pasado que en solo un año nos encontraríamos en esta situación, con nuestras caras permanentemente embozadas tras una mascarilla y nuestro ánimo tras un muro de incertidumbre, no lo hubiéramos creído. Si alguien nos hubiera hablado de una pandemia, de miles de muertos, de hospitales colapsados y de un reguero de dolor y miedo, hubiéramos pensado que se había trastornado o que nos estaba contando una obra de ciencia ficción. Y ojalá lo fuera, porque nada más real que esta pesadilla que nos ha tocado vivir. Hemos cambiado, sin duda. Más de lo que nunca hubiéramos imaginado. Sin embargo, y, de otra parte, la vida sigue igual. Teníamos la esperanza de que en pocos meses desde aquel confinamiento que sigue revoloteando sobre nuestras cabezas con la amenaza de repetirse, la cosa cambiaría. Pensábamos que llegaría la curación, la vacuna, o la inmunidad de rebaño, o lo que sea, pero que podríamos recuperar la vida que se nos quedó suspendida en el aire un día de principios de marzo. Y, sin embargo, todo sigue igual. Ojalá no fuera así, pero es lo que hay.
Siempre que pienso en este tiempo, me imagino al mundo como si fuera una película con el botón de pause apretado. Es como si nos hubieran congelado hasta que alguien dé de nuevo al dichoso botón y pudiéramos volver a ser Tal como éramos, con el permiso esta vez de Barbra Streisand. Otras veces fantaseo con el cuento de La Bella Durmiente y nos imagino como los habitantes del reino de la princesa Aurora, dormidos hasta que la pobre se despierte con un beso, que hay que ver qué manía tenían los escritores de cuentos con arreglarlo todo con un príncipe y un beso. Además de con las pobres perdices, siempre víctimas de la glotonería de las personas felices. Precisamente, eso es lo que más echo de menos, los besos. Y no de ningún príncipe, que ya puede guardárselos para sí, sino de las personas a las que quiero y a las que, justo por eso, no he de besar. Va ya más de medio año sin dar beso o abrazo alguno a mi madre, sin poder achuchar a nadie, sin hacer muchas cosas a las que nunca les di importancia. Todavía me parece mentira. Hemos vivido una primavera confinada, un verano limitado y llega un otoño cansado. Me gustaría escribir un cuento donde, con el otoño, en vez de caer las hojas de los árboles, cayeran las mascarillas de las caras y pudiéramos volver a vernos la sonrisa, un alimento necesario para la vida.
Podríamos hablar, por fin, de un invierno esperanzado y completar el círculo maldito que empezó a dibujarse aquel día de principios del mes de mayo. De momento, me he de conformar con imaginármelo, pero seguro que llega. Mientras tanto hay que seguir viviendo, y no podemos dejar nuestra vida en stand by. Hay que sonreír, aunque sea tras el tejido de una mascarilla, y hay que hacer todo lo que de bueno se pueda, que buena falta hace. Y hay que cuidarse, que hemos de estar en perfecto estado para la gran fiesta que hay que celebrar el día que recuperemos nuestra vida. Es, desde luego, un otoño diferente. Pongamos todo de nuestra parte para que no sea peor, que bastante tenemos con lo que hay. Y no nos conformemos con el stand by, que hay mucho por hacer. Y solo faltaba que, cuando sea el momento de apretar de nuevo al botón de on, nos pille out.
* Susana Gisbert es fiscal y escritora, puedes seguirla en @gisb_sus
* Y en su blog: "Con mi toga y mis tacones"
* Sus libros: Clic-clic