Jerséis
Javier Sarabia
Hoy desde la ventana he visto a un tipo que llevaba un jersey violeta de cuadros como el mío.
Hace unos días hice el cambio de armario. Fue con los primeros fríos. Horas entre ropa, la de verano a una caja y al sótano y la de invierno al armario. Un pase por la secadora para quitar el olor a verdín y humedad y listo.
He pensado que tengo mucha ropa. Dos cajas de cartón grandes. Quizá puede que sea por el volumen, los jerséis de invierno ocupan más. Pero no. No es eso. Tengo mucha ropa porque reconozco algún jersey que no me puse la temporada anterior y podría contar los otoños por el número de prendas que me he ido comprando. Apena nada nuevo. Como si el tiempo se hubiera ralentizado.
Me encuentro con que hay alguno que tiene un agujero hecho por las polillas. Mientras los doblo (me sale muy bien: manga izquierda, manga derecha y vuelta por la mitad) he pensado en los planes, en las actividades extraescolares, en los fines de semana por el campo, de turismo, de cine o de cañas con los amigos en la Plaza del Dos de Mayo. Con uno de los jerséis en la mano, de repente me ha apetecido un vermú de grifo y unas aceitunas bien aliñadas. El otoño no es una estación, es un estado de ánimo. Tiene el sabor ambarino de un vino dulce. Y me encantan las hojas amarillas desprendiéndose de los árboles, el tono rojizo de los atardeceres cortos, el calor de la manta una tarde de viernes, con libro y el gato ronroneando. No tengo ganas de salir.
He dejado arrumbada en el sótano una caja de jerséis como una promesa de planes por cumplir. Descargué y me registré en una aplicación de compraventa de todo. Este otoño y, sin poética ninguna, yo también me he desprendido de muchas de mis hojas y las he soplado.