Con agallas pero sin agua
Hay quien nació con las agallas puestas, otros que nacieron con la mochila y las botas de montaña, y hay quien nació con el gusto por los aviones, recorriendo ciudades y museos. Yo soy de las primeras, y me es indiferente si el medio es agua dulce o salada; pero que necesito agua, vaya, que las branquias no están hechas para moverse por tierra.
Este año estamos pasando el verano con un auto-invitado que nos está poniendo las cosas difíciles, y que por mucho que nos enfademos e intentemos revelarnos contra él, sólo vamos a combatirlo (perdón, encontrar la cura) de la misma manera que a la Ataxia de Friedreich: con aceptación, esfuerzo, dinero e investigación. Está poniendo a prueba nuestra faceta más característica, la de seres sociales y de contacto. Haciéndonos tirar de ingenio en según qué cosas y prohibiéndonos otras. Y como ocurre con (casi) todo cuando lo queremos llevar al ámbito de las personas con discapacidad -que siempre nos rodean dos interrogantes cual aureola fosforescente-, en este caso no íbamos a ser menos. Dispensadores de hidrogel que, o quien los puso no tenía un buen día o pensaba que quiénes vamos en una silla de ruedas tenemos brazos extralargos; escalones donde deberían haber rampas, ascensores averiados que no se arreglan o que no se utilizan bien; coches (que no llevan tarjeta) aparcados en zonas reservadas para personas con discapacidad, o mal-aparcados en pasos de cebra (que es donde suelen estar las aceras rebajadas para poder cruzar las sillas)… Llevamos veinte años en el nuevo siglo, y estas faltas de respeto ya estaban antes del virus; así que ahora que hay una prioridad más urgente, imagino que nos tendrán en cuenta menos que antes. Siento una tristeza inmensa, ya no por mí, si no por una sociedad que presume de avanzar, pero las ruedas de las sillas se han quedado atascadas (y por ende, sus ocupantes también).
Decía que mis branquias y mi discapacidad solo entienden de agua, pero el auto-invitado está poniendo muy difícil (por no decir imposible) el baño. En el mar, las personas sin discapacidad pueden ir libremente, con mascarilla y distancia social, sí, pero libres, como el sol cuando amanece; según el calor que tengan ese día o los planes que decidan al desayunar. Mientras que las personas con discapacidad, después de lo que nos ha costado conseguir el servicio de ayuda al baño, este año tenemos que pedir cita con 48h de antelación (como si pudiéramos pronosticar si pasado mañana hará solazo o caerá una tormenta de verano) para no superar el aforo; y nos habían prohibido el chapuzón veraniego, porque como no podían “tocarnos” para ayudarnos a bajar de la silla anfibia al agua… Pero las quejas han dado su fruto y, salvando la solicitud de 48h de antelación, ya podemos bañarnos. Y las piscinas públicas al aire libre que suelo ir (no, no vivo en una urbanización con piscina, ni tengo una segunda residencia), porque tienen silla hidráulica, están cerradas. Así que… ajo y agua (bueno, sólo ajo).
Me parecen muy bien las normas de seguridad, pero… ¿La cosa no era “O entramos todos o no entra nadie? Es lo más sensato que veo; otra cosa es lo más cómodo para quien manda.
P.D. Gracias, Fani, por dejarme el Fémur para contar cosas que en las noticias no salen.
Belén Hueso (@belen_hueso)
Su blog: "Papaiona"
#UnVeranoDiferente
El final del verano
Por fin me decido a escribir unas líneas sobre este verano atípico que estamos pasando. De hecho ya llevo casi un mes en mi verano diferente. Vivo en Madrid pero el verano lo paso mayormente fuera de la ciudad. Este año también será así, pero a diferencia de los otros años va a ser un verano sin viajes, compartido con los más próximos cerca del mar.
Siempre he asociado el verano a una ruptura de la rutina, incluso cuando trabajaba. El verano era el momento de los planes, de las salidas con amigos o familia, de las nuevas experiencias, de los viajes...
Cuando mis hijos eran pequeños organizaba cuatro o cinco mini-vacaciones: primero para encontrarme a medio camino con mis padres que vivían en Barcelona y me hacían el favor de quedarse con ellos hasta mediados de julio, vuelta a Madrid a trabajar pero sin niños, después un viaje en familia con mi marido y los niños que recogíamos en Barcelona y por fin cuando ya llegaba el final del verano me solía ir con mi madre y los niños unos días a la playa. Tras tanto trajín nos apetecía un montón estar en la playa simplemente, sin hacer nada, sin planear nada, sin mirar la hora...
Los niños han crecido, mi madre y mi marido ya no están pero todos los veranos intentamos reservar una semana a finales de agosto para despedir el verano en la playa. Este año también será así, la diferencia es que yo me he adelantado, dejé Madrid en cuanto pude y me instalé en el apartamento de la playa.
Creo que esperaba muy ingenuamente que simplemente por cambiar de lugar las cosas que están pasando dejarían de pasar. La realidad es que la rutina no ha cambiado, las conversaciones en la playa son las mismas que las de los parques de Madrid, la preocupación y la incertidumbre por la situación que estamos viviendo sigue estando ahí, así que como dice Fani voy a tener que construirme de nuevo para dar como sea un giro a esta situación, y que mejor manera que empezar aportando mi breve relato (no sabéis lo que me ha costado conseguir escribir las 390 palabras de este texto, en el primer intento sólo he llegado a 237) sobre este final de verano que estoy viviendo ya.
Olga Ripollés (@orm84)
#UnVeranoDiferente
He encontrado este temazo de Mariola Membribes en el último podcast de Los Sonidos del Planeta Azul de Paco Valiente (@paco_valiente). Te dejo el enlace y así lo escuchas enterito, con entrevista y todo: clicclic