Por circunstancias, voy a menudo a una residencia de personas mayores. Algunas no tan mayores. Algunas están enfermas. No todas tienen demencia senil o Alzheimer. Algunas tienen enfermedades difíciles de llevar en una casa de 60 metros y una nómina. Es una mezcla la que hay que tiene nombre de lugar común: la vida misma. En un Fémur muy temprano del 2012 dije que quería ser vieja de mayor. Vieja, sí. No de la tercera edad. O de la edad de oro. Cuando una es vieja no existe otra palabra que iguale en forma y contenido. Se nos llena la boca de 'jóven' y parece que tropiece la lengua al articular ‘viejo” con la dignidad que merece. No sé si llegaré, o cómo. Sólo sé que me gustaría mucho ser vieja mucho tiempo y sin resultar una carga para nadie querido. Quisiera ser vieja pudiendo unir palabras entre sí y ordenar frases y articular pensamientos que conformen historias. Quisiera dedicarme además a conversar todo el tiempo. Y a escuchar a los jóvenes cascándose las meninges por éste desengaño o aquel de allá. Quisiera ser vieja para poder gritar lo feliz que soy acabando mis días usando la palabra para ocupar el tiempo. Bueno, también quisiera poder nadar hasta el último día de mi vida. Y tomar café. Y leer. Leer mucho rato seguido. Y contarle a mis amigas esto o aquello y volvernos a reír del día aquel que casi necesiamos respiración asistida de la risa cuando descubrimos que, llorando boca abajo, se inflamaban menos las mejillas y podíamos llorar más rato. Fue el día que acuñamos el término ‘pateticor’ para describir un estado en el que nos reconocíamos como muy, muy patéticas, por lo que fuere. Fue tremendo, aquello.
Matías, Herminio, Cinta, María, Carmina, Miguel, son nombres ficcticios de las personas que he ido conociendo desde que voy a la residencia. Me los he aprendido revisando en las sillas de ruedas, que hay etiquetas con los nombres y apellidos escritos. Los nombres de quienes pueden andar los voy memorizando cuando llaman a los turnos de la merienda. Cinta, vamos a merendar, cariño. Anotado, Cinta. Me gusta nombrarlos. Les digo, hola, Matías, hola, Carmina, hola, Herminio, hola, Cinta. Y articulo mucho las consonantes y abro mucho las vocales y la boca para sonreirles todo lo que puedo y que el ‘hola’ que digo sea más grande que mi cabeza. Hemos establecido un sistema no verbal de comunicación por el que nos entendemos perfectamente. Apuntalado con alguna que otra palabra ocasional. Consiste en mi hola inicial y una serie de sonrisas mútuas y saludos con las manos y asentimientos con las cabezas. Nos reconocemos, vaya. A veces me siento con la persona a la que voy a ver en estos momentos y entonces pasa Matías, o Herminio o Cinta, y saludan y hasta cantan una canción, alguna vez. Otras veces se quedan un rato conmigo. Días que se sientan lejos. Otros se sientan a mi lado. Lucía va y viene, da vueltas circulares por la sala. Lucía, que llevas tres vueltas, le digo. Y se para y me informa que no, que son dos vueltas, dos vueltas. Y le digo, qué tonta soy, que no sé contar. Y se ríe tanto. Y sige andando en círculos. El plan es ese.
Carmina es la dulzura hecha desmemoria. Lleva un collar de perlas muy fashion y va siempre peinada de peluquería. Huele a agua de colonia. Qué guapa estás, Carmina, le digo. Y me mira fijo. Sonríe muy tierna y pronuncia “aquello” con la misma delicadeza que si me hubiese recitado un verso de Dulce María Loynaz. Y yo le digo, pues claro que,“aquello”, Carmina, faltaría más. Y le doy la mano. Y me la coje. Sonríe más y vuelve a repetir “aquello”. Y le aprieto la mano y me mira y me dice “sí”. Y entonces yo le digo 'sí' y ‘aquello’, otra vez, y me contesta ‘ese’. Y luego sigue su camino, con su paso elegante. Ayer sábado, Miguel, unos 80 años, que va en silla de ruedas pero que se impulsa con sus piés como el coche de los Picapiedra, me preguntó en voz bajita y muy serio si había visto a su madre. Le dije que estaba a punto de llegar y se le iluminaron los ojos como dos lunas llenas de agosto. A mí me escocieron de sal, los míos. Luego fui a la sala donde están quienes ya no están y Mercedes me dijo, oye, guapa, ven aquí, bombón. Y yo fui allí. Y me repitió que era muy guapa y un bombón y que no permitiese que me comiese nadie. Acto seguido me pidió entre risas que la llevase a algún sitio bonito que me gustase mucho, mucho, mucho a mí, que estaba muy aburrida. Y empuñé su silla y fuimos arriba y abajo de la residencia bastante rato. Ella me iba indicando todo el tiempo por dóndo quería ir yo, por supuesto. Oía su risa mientras empujaba las ruedas y pensé entonces que quiero ser vieja de mayor, sí, y que quiero, también, si me pierdo y no estoy, que alguien me diga que mi madre está a punto de llegar y que luego me saque a dar un paseo entre risas y romeros. Sí.
Filla meua, quina gràcia tens! Còm pots plasmar amb tanta sensibilitat eixa realitat?
Eixa i la que et proposes. Grande!!! Quin cognom més encertat
Gràcies, Ana. Tant de bo arribar ahí amb ‘tot el cap’. Un bes enorme!!
M’encanta i punt, m’aplegat al cor!
Moltes gràcies, Reme. Un bes!
Hermoso
Muchas gracias por compartir lectura, Víctor. Un abrazo.
Feia molt de temps que no passava per ací, per casa meua. Perque els que et coneixem encara que haja sigut poc i per rotllos del treball tenim ací la nostra casa.
I com moltíssimes vegades que vinc a visitar-te em veig plorant, amb els ulls plenant-se de sal (quina expressió més xula).
Jo vull ser vell de major i trovar gent com tú fins a que deixe de ser.
Gràcies per obrir-nos els ulls y omplir-los de sensibilitat.
Gràcies a tu, per tornar ‘a casa’ i llegir i compartir emoció. Un bes regran!